Aceptando nuestros orígenes: un acto de reconciliación con la vida.
- Sara Vega Ramírez
- 4 sept
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Actualizado: 9 sept
En algunas consultas me he topado con clientes que llegan a consulta con un profundo enojo hacia alguno de sus padres. Generalmente con frases tan sencillas como: "Él nunca estuvo, no lo necesito. Para mí, no existe. Prefiero no hablar de ellos. No me interesa saber nada de esa parte de la familia. Si pudiera elegir, tendría otros padres." Frases que son simples, directas y cargadas de emoción, como suelen salir en algunas sesiones.
Palabras duras, ciertamente, pero detrás de ellas se esconde un dolor muy antiguo.
Recuerdo el proceso terapéutico de una cliente, en el que fuimos descubriendo cómo ese rechazo no se limitaba solamente al vínculo con su padre, sino que además, se reflejaba en su propia vida, ya que le costaba sentirse merecedora de lo que lograba, desconfiaba de las figuras de autoridad y, sobre todo, había una lucha constante contra sí misma, como si estuviera dividida en dos.
Un día, en medio de un ejercicio, se permitió decir en voz baja: “Él es mi padre… y yo soy su hija.” Nada más. Sin justificaciones, sin perdones forzados, sin adornos. Solo el reconocimiento de un hecho biológico. Y en ese instante, comenzó a llorar. No porque estuviera lista para reconciliarse con su historia, sino porque entendió que negar a su padre era, de alguna manera, negarse a ella misma.
Ese momento marcó un giro en su proceso. No se trataba de aceptar su conducta, sus ausencias o sus errores, sino de aceptar que por esa persona ella tenía la vida. Y al aceptar ese origen, empezó poco a poco a reconciliarse con su propia existencia.
Reconciliándonos con nuestra propia existencia.
En el camino de la psicoterapia, muchas veces encontramos resistencias vinculadas a la historia familiar. Rechazos hacia el padre, la madre o incluso hacia una rama entera del linaje familiar. Desde la perspectiva de la psicología transgeneracional, este rechazo no es un hecho menor, ya que cuando negamos a quienes nos dieron la vida, en realidad estamos negando partes esenciales de nosotros mismos.
Aceptar no significa justificar ni idealizar. No se trata de afirmar que lo que hicieron estuvo bien o que las heridas que dejaron carecen de importancia. La aceptación profunda va más allá del juicio moral. Consiste en reconocer que, sin esas personas concretas, no existiríamos. Lo biológico es la base inamovible: cada célula de nuestro cuerpo lleva la impronta de nuestros progenitores y, al resistirnos a ellos, resistimos también a nuestra propia vida.
El rechazo a los orígenes puede convertirse en una lucha interna silenciosa, que se traduce en fragmentación, desconexión de nuestra identidad o repetición de patrones no resueltos. Cuando intentamos excluir a nuestros padres de nuestro mundo interno, lo que en verdad estamos intentando excluir es nuestra propia raíz. Pero un árbol que niega sus raíces, tarde o temprano, se marchita.
Aceptar, en cambio, es un acto de reconciliación con lo que es. Es poder decir: “Ellos son, simplemente, los que me dieron la vida. No más, no menos. Y con eso basta.” Desde ese lugar, libre de exigencias y juicios, podemos tomar la vida tal como vino, con sus luces y sus sombras. Y desde ahí, construir lo propio.
La aceptación nos brinda entonces fuerza, porque integra lo negado. Nos permite reconocer que somos parte de una cadena vital más grande que nosotros, y que al reconciliarnos con esa verdad podemos dejar de pelear con nuestra biología y nuestra historia. A partir de ese asentimiento básico, surge la posibilidad de elegir: continuar con ciertos legados o transformarlos en algo nuevo y propio.
Aceptar a nuestros progenitores no es rendirnos a su influencia, sino liberarnos del peso de la negación. Es, en última instancia, un acto de amor hacia nosotros mismos, porque al acogerlos en nuestro corazón —aunque solo sea en el nivel biológico— estamos aceptando la totalidad de quienes somos.
Ejercicio de integración personal.
Busca un espacio tranquilo. Siéntate con los pies apoyados en el suelo y toma unas respiraciones profundas.
Evoca la imagen de tus padres. Puedes hacerlo con una fotografía, con un recuerdo o simplemente imaginándolos frente a ti, si no los recuerdas genera una figura paterna o materna en tu mente, no te preocupes.
Repite en silencio o en voz baja:
“Tú eres mi padre/madre. Yo soy tu hijo/a.”
“Gracias a ti recibí la vida, y la tomo tal como vino.”
Permítete sentir lo que aparezca. Puede ser alivio, resistencia, tristeza o incluso nada en particular. No se trata de forzar una emoción, sino de dar lugar a lo que surja.
Cierra con un gesto físico. Coloca una mano en tu pecho y repite: “Al aceptar mis orígenes, me acepto a mí mismo/a.”
Este ejercicio no busca reconciliar historias dolorosas ni borrar lo ocurrido, sino abrir un espacio interno para asentir a lo que es. Con la práctica, se convierte en un recordatorio de que la vida está en ti y que tienes el derecho —y la libertad— de vivirla en plenitud.
Aceptar nuestros orígenes no es un acto de sumisión, sino de libertad. Es un movimiento interno que nos permite vivir más en paz con quienes somos.
¿Y tú, ya intentaste mirar a tus padres desde este lugar de aceptación? Cuéntame en los comentarios qué despierta en ti esta reflexión.




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